El acto de evocar la imagen implica, como ya hemos venido diciendo, el verla. Pero también entra en juego el imaginarla. En ese evocar la imagen de Cristo, cada cual podemos representárnosla de maneras diversas, pero a buen seguro habrá una serie de elementos comunes. Esos elementos comunes establecieron una imagen, un retrato, reconocible. Una imagen que ha traspasado con creces los límites de la fe, instalándose en el imaginario colectivo humano. Un retrato en cuya composición tendría mucha importancia, curiosamente, otra imagen. Pero esta no era una imagen cualquiera.
En los primeros siglos del cristianismo se dio un fenómeno de transformación iconográfica. En esta etapa primitiva, además de figuras simbólicas, a Cristo se le representaba con formas derivadas del arte pagano. Tras los sucesivos edictos de tolerancia de Galerio (311) y Constantino (313), y el Concilio de Nicea (325), el cristianismo deja de ser perseguido y el arte paleocristiano ya no se ve tan limitado. Conviven dos imágenes distintas de Cristo: la de un joven imberbe (que todavía bebe mucho del arte clásico) y un retrato mucho más concreto y llamativo en el que se van fijando todos esos rasgos reconocibles y específicos de Jesús, que no concordaban con esa tradición clásica que tenía todavía tanto peso. Todo ello parecía responder a una “verdadera imagen o retrato” en Oriente y todo parecía apuntar también a una pieza diferente a todas las demás: la Imagen de Edesa o Mandylion. Según estudios posteriores esa particular y misteriosa imagen, apoyándose en distintas referencias documentales y artísticas, parece corresponderse con lo que hoy conocemos como Sábana Santa o Síndone de Turín.
Esta imagen de la Síndone presenta unos rasgos muy concretos (además de la asombrosa correspondencia con el relato Evangélico de la Pasión y Muerte) que parece que determinaron esas características físicas reconocibles de la Imagen de Cristo en diversas partes: cabello, barba, forma del rostro, nariz. Y este nuevo modelo, que bebía de esa fuente, sería ampliamente desarrollada por el arte cristiano a lo largo de los siglos sucesivos y formarían ese retrato perenne (más allá de particularidades propias de cada artista) que asociamos a la representación que reconocemos y nos hacemos de Jesús.
Por tanto, una vez que fueron siendo habituales las representaciones que tenían estas características, unido al hecho de que sería este modelo el que se asentase, se fue fijando esta imagen a la mente del cristiano. Primero ver. Luego recordar, evocar. Así, en la oración, que tiene tanta importancia en nuestra fe, el elemento visual o imaginario, para evocar al propio Cristo, o a la Virgen o a algún Santo, se vuelve una herramienta muy eficaz que nos sirve de medio para llegar a esa realidad intangible. Incluso ante la Sagrada Forma evocamos, muchas veces, esa imagen presente en todos los fieles, para hacer reconocible a nuestra mente lo que contiene ese divino Cuerpo transustanciado que se expone ante nosotros.
Adrián Torreblanca Leiva