Es indudable la importancia que la imagen devocional tiene en una de los ámbitos eclesiales más dinámicos que existen: el de las Hermandades y Cofradías. Esta realidad, que tiene un componente de religiosidad popular tan importante, parece verse como una suerte de mundo paralelo desde otros contextos eclesiales. Pero desde luego no es así, puesto que es una manifestación más de nuestra fe católica, que es la que da sentido a todo este rico movimiento. Nuestra fe es reflejo de una realidad inefable, nuestra fe es imagen, nuestra fe es poder ver a través de lo tangible aquella dimensión intangible que es nuestro sentido y nuestra esperanza. Así, la Iglesia, a través de las Hermandades y Cofradías, ha sabido valerse del innegable potencial evangelizador y convocador de la imagen devocional, que no se convertía, ni se ha convertido nunca, en objeto de idolatría (ni siquiera en aquellas realidades en las que mayores y más efusivas muestras de devoción se producen), sino simplemente en simulacro de aquello en lo que se cree, en objeto de veneración.
La palabra imagen procede del latín imago, que puede traducirse por retrato, copia, imitación. Procede, a su vez, de la raíz indoeuropea relacionada con copiar. En el caso que nos ocupa, la imagen sería, por tanto, el reflejo, el retrato, la representación de una realidad concreta. No es, naturalmente, esa realidad como tal, pero la representa para nosotros. Por lo tanto no es algo comparable a otros objetos del culto. No es presencia, pero sí medio físico y visible para la experiencia de fe.
Ya, desde el principio de las Sagradas Escrituras, la presencia del concepto de imagen tiene una gran importancia: “Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. Dios nos hace a su imagen, para que en la humanidad se siga construyendo cada día esa imagen y semejanza que mantiene una fidelidad con el proyecto armónico que inició con la propia creación, fruto de su amor y bondad ilimitados. Reflejaba, así, su creación, la misma esencia de la que parte. Era su creación imagen suya (aunque en nosotros esa imagen pudiese verse afectada por el pecado, del que nos libera con la redención). Ya en el s. VIII, Teodoro el Estudita diría, en este sentido, que si el hombre había sido creado a imagen de Dios, no cabía duda de que el arte de crear imágenes sagradas encerraba algo de divino.
Dios prohíbe la idolatría, pero no la creación de imágenes con un fin concreto en el pueblo de Dios, como ya se ve desde el propio Antiguo Testamento: la serpiente de bronce, el Arca de la Alianza y los querubines. Así, el sucesivo desarrollo doctrinal a través de los concilios, iría dando forma al culto cristiano de las imágenes. El fiel que venera a una imagen del Señor o de la Virgen, o de los Santos, “venera al que en ella está representado”. Decía San Basilio que “el honor dado a una imagen se remonta al modelo original”. Y añadía Santo Tomás de Aquino que el “culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado”.
Adrián Torreblanca Leiva