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Intrahistoria: el Cachorro

María se esmeraba por quitar el inexistente polvo de los portarretratos del Cristo. En total había siete repartidos por su casa. Cuatro en el salón, dos en su dormitorio y uno en el que fuera la habitación de sus dos hijos, la cual conservaba tal y como se quedó cuando se marcharon. Las dos camas separadas por la mesita de noche, una pequeña mesa de estudio y carteles de equipos de fútbol, algo amarillentos por recibir la luz del sol, en las paredes.

A pesar de que el Departamento de Servicios Sociales le enviaba tres veces por semana a una joven con el fin de limpiar su pequeño piso situado en la calle Castilla del barrio sevillano de Triana, ella prefería ser la única encargada de tocar los siete marcos que cubrían el rostro del Cristo del Cachorro, porque la joven era muy hacendosa pero algo torpe, y temía María que rompiera alguno de los cuadros.

Hacía años que sus piernas cansadas no le permitían ni tan siquiera bajar la escalera para acudir a la capilla a verlo y tan solo un día, un único al día al año, conseguía mirarlo de frente desde su ventana. Cuando Él salía a la calle.

Recordaba cuando le visitaba diariamente, tras terminar las horas interminables de limpieza en tres grandes edificios sevillanos. Y es que había tenido una vida demasiado complicada desde lo de Antonio. Aún se preguntaba por qué se había marchado, dejándola sola, con sus dos hijos, demasiado pequeños para entender los asuntos de faldas e infidelidades, pero demasiado mayores como para no preguntar por él cada día de los tres años siguientes a su huida. De eso ya había pasado tanto tiempo, que ni tan siquiera era capaz de recordar con claridad cuánto tiempo llevaba sola. Y si en alguien encontró cobijo, consuelo y comprensión, fue en Él, en su Cristo del Cachorro.

Ahora, sentada en el salón, mirando a la puerta de la capilla, daba vueltas entre sus manos al trapo con el que había dejado inmaculados los cuadros. ¿Sería verdad eso que contaban? ¿Se iba a ir su Cristo hasta Roma? Poco sabía ella de distancias, que lo más lejos que había ido era a Utrera, el pueblo de su madre, pero Roma tendría que estar tan lejos… Aunque desde que se lo dijo la joven que iba a limpiar su casa, tenía el corazón alterado, nervioso e ilusionado. ¿Pero eso cuándo va a ser chiquilla? ¿Cuándo se lo llevan? ¿Cuándo tiene que irse?

La joven no acertaba a decirle nada claro: no sé, a Roma, en algo del Papa, no lo sé María… Se estaba volviendo loca. Necesitaba saber. Porque la ilusión lo invadía todo. Porque su Cristo iba a ir lejos. Y ella no podía sentir más orgullo. Porque lo tenía claro desde hacía mucho tiempo. Él era el verdadero Jesús. Sí; ella lo sabía perfectamente: era el verdadero Cristo, que hasta el Papa lo reclamaba para enseñarle su bendita cara al mundo entero. Pero es que, además, para llevárselo hasta Roma, por muy lejos o cerca que estuviera Roma de calle Castilla, iba a tener que salir de su capilla. Y eso… eso era lo que a María, con sus canas, sus piernas cansadas, su piel arrugada, su sordera incipiente y su temblor de voz, le hacía albergar una ilusión infantil. Porque al Cachorro lo iba a ver el mundo entero, pero, sobre todo, lo iba a volver a ver ella.

Amparo Saborido Sánchez